Por Ivonne Prieto
El recinto se llenó con una voz grave y sentida que rebotaba en las paredes de la exhacienda de la Orduña. Los murciélagos que habitan una parte del techo, revolotearon atraídos por la melodía igual que los asistentes que escuchábamos tratando de seguir el rastro para encontrar a Citlali, pues aún no podíamos verla. Entró con paso lento por detrás del público, descalza, con un vestido colorido que delineaba su sensual figura y una flor que coronaba su mata de cabello rizado
A ti, Caducifolia
un cantar escondido en tus caracolas relámpagos que emergen de entre tus olas y ocasos dibujados con pinturas de amapola
A ti, Caducifolia
el verde intermitente de tu marisma bromelias infecundas sobre tu prisma
y aunque la muerte aceche, tú permaneces la misma
Se sentó en el suelo y abrazó su marimbol, ese instrumento extraño y fascinante que acompañó su voz para regalarnos canciones de tradición Sinaloense, de sus abuelos, del pasado, música de otra geografía y de otro tiempo.
Y en el mismo escenario, con los mismos elementos, se escribía una historia distinta. Las paredes semiderruidas de la exhacienda, la imponente ceiba que resguarda desde lo alto y gente de diferentes partes con diferentes músicas, se reúne en el mismo punto, pero esta vez la voz de una mulata es la protagonista, la que reina, a diferencia de los negros que llegaron como esclavos a trabajar hace cien años, trayendo su música y su tradición para soportar las penas y alegrar sus días. ¿Cuánto de aquello se fusionó con lo que encontraron aquí?
El evento al que asistimos en espacio Bromelia, fué orquestado por Pipo, un virtuoso músico y miembro de La Cañada que hace un trabajo exquisito con la comunidad a través de la música, el baile o la pintura. Dentro de las actividades del Festival del Güiro 2024, se organizó, este concierto a media luz, entre la humedad de la vegetación que parecía querer atraparnos y los chaquistes que nos asediaban. Pero no hubo nada que desviara nuestra atención de los acordes del marimbol, el güiro, la jarana y las voces de ambos cantantes, excepto un ¡Hay elotes! que atravesó las paredes y que Pipo integró al son que improvisaba en el ese preciso momento. Todos reímos emocionados.
Y en una esquina del escenario, sentada sobre la tarima con los pies descalzos, una mujer, escuchaba atenta la propuesta musical, seguía el ritmo con manos y pies, mecía el cuerpo con cada pieza. Era Natalia Lafourcade, una grande de la música de la región, nos honraba con su presencia, se mezclaba entre los asistentes sigilosa, como los gatos de Bromelia, sin llamar la atención, sin robar protagonismo a los artistas en turno.
Esa noche hubo magia, las cuerdas y las energías vibraron alto, el arte se coronó como el rey, uno magnánimo que reúne a su pueblo para darle un regalo. Esa noche despedimos a Miten, una felina que fue parte de este espacio por mucho tiempo. Esa noche supimos que no todo está perdido, que las historias mejoran si aprendemos, si vamos hasta la raíz.
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